Sara miraba a la nada con una taza
de café humeante en las manos. Aquella tarde de agosto se había encapotado el
cielo y hacía poco que había parado de llover. En el balcón de su casa de la
playa, en el décimo piso de un bloque apartamentos que podría perfectamente
haber sido construido para turismo masivo, ella estaba sentada en una tumbona reclinable,
parte del mobiliario que, con bastante buen gusto, había dispuesto su madre
hace unos años, cuando compraron el piso.
Había dejado el libro abierto por
la página 293. Levantó la vista, y ahí estaba, su lugar preferido en el mundo,
en el tiempo y el espacio. El mar sereno, y tal vez un poco picado. La marjal
al norte, sobre la que se tendían pequeños rayos de sol que se deslizaban tímidamente
a través de unas nubes grises y apelmazadas.
Y puede que hubiera millones de
sitios más hermosos que las vistas de la playa en un día nublado desde
un balcón en el décimo piso de un bloque de apartamentos, pero ese era su lugar
preferido en el mundo.
Desde pequeña se había sentido
confortada, protegida allí. Había mirado al horizonte desde allí. Había
anhelado sueños, había olvidado amores, había besado sapos, había llorado, reído,
cantado… había sido ella. Allí.
Ese lugar, en ese momento, hacía
olvidar a Sara todo cuanto había de tormento en su vida. Sólo se dedicaba a
sentirse en paz. A sentirse ella misma, con ella misma, por ella misma.
Había dicho a muchos amores que
ellos eran su lugar preferido en el mundo, pero al final, todos marchaban. No
podía volver a ese lugar. A su lugar “preferido”. Con lo cual, tras meditarlo
durante largo tiempo, entendió que nadie podía ser su lugar preferido en el
mundo, porque su lugar preferido en el mundo sólo podía ser aquel en que ella
se sintiera plena por el simple hecho de ser ella.
Y sería bello para ella, tanto como si era un pasto
verde en la bella Asturias o un lavabo a las seis de la tarde, ese en el que la
pequeña ventana deja entrar el rayo de sol que tanto le gustaba. Qué más daba,
que no fuera algo bello para el resto, nada como Venecia en carnaval, o un
atardecer en la Habana.
Y qué pasaba, si su lugar preferido
en el mundo no era más que un día nublado en la playa, visto desde el angosto,
aunque bien decorado, balcón de un décimo piso en un bloque de apartamentos de
turismo masivo.
Y qué más daba.
Si, a fin de cuentas, así era
feliz.
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