Lejos,
muy lejos de todo aquello que conocemos y creemos real… más allá de las
fronteras de la cordura y la sensatez humana, existen un reino mágico y su
particular castillo de cristal.
El castillo es impenetrable, y tan sólo está habitado por la princesa Soledad y su séquito de hadas personal. Ella nunca sale de él. No se atreve a traspasar su umbral.
Ahora,
con sus largos cabellos castaños cayendo, ondeantes, sobre sus hombros, está
sentada en un sillón granate y acolchado mirando el atardecer a través de los
muros de su alcoba. Recuerda una promesa. Un juramento que le hizo a su madre a
escasos momentos de que ella tomara el tren al reino del Creador.
“Soledad, bendita mía, debes
entender, que a pesar de lo que el mundo ofrece, tiene mucho que esconder. ¿A
caso sabes tú, mi dulce alma, las farsas y falacias con las que corrompe a los
hombres? ¿Quién mejor que tu madre puede advertirte de lo que en verdad
esconde? Princesita, dejo encargo a las hadas para que te protejan en mi
ausencia, mas debes ser valiente y hacerme una promesa: di que no partirás
hacia otras tierras, y estarás aquí, lejos del mundo, para que el mal no te someta.
Jura que serás feliz entre estos cristales, y haz caso a tus madrinas afables.
Ahora debo irme, mi niña, me espera la creación: todo cuanto vemos desde el
alba hasta que se pone el sol. Volveremos a vernos, y volveré a estrecharte en
mis brazos. Y me despido ya, diciéndote cuanto te amo.”
Soledad
le juró que así lo haría, y tan pronto como sus palabras brotaron de esos
labios rojos como la sangre, su madre, la reina, murió.
Ya
no le quedaba nada. Tan sólo su primo Amador, quien aquella misma tarde sería
investido rey de las Tierras de Todo lo Posible. Como único consuelo, se le
presentaba la jugosa idea de despertar en él ese sentimiento que ansiaba saborear
sobre todas las cosas: el amor. ¿Cómo no haberlo deseado? Era todo a cuanto
podía aspirar. Y así, con este intachable anhelo, esperó y esperó largos años a
que el rey se fijara en ella.
No
es que él no la quisiera, pues la muchacha era afable y cordial y, ante todo,
era su amada prima. Sin embargo, por mucho que lo intentara, ella nunca
conseguía infundirle la fogosidad de aquello a lo que las gentes denominaban
amor.
Lo
cierto era que suspiraba por otra muchacha: una de las hadas sirvientas del
castillo, preciosa, inteligente y misteriosa. Pero nunca creyó que alguien como
ella pudiera fijarse en él, tan vulgar de aspecto, tan poco querido por sí
mismo. Por ello, Amador siempre estaba triste… y tan melancólico y ausente como
Soledad. Él se apoyaba en ella, y ella en el cariño que él le profesaba, pues
pensaba que, tal vez, eso fuese mejor que nada.
A
veces, cuando Soledad no lo necesitaba, se reunía con ella, Esperanza, y conversaban
honda y profundamente. Un día de tantos, Esperanza le confesó que había estado
comprometida con un hombre mortal, pero cuando llegó a oídos de las demás hadas,
presas de la envidia, engañaron a aquel muchacho para que la abandonara y, así,
su corazón se rompió en mil esquirlas.
Poco
a poco, Esperanza fue olvidando al dueño de su corazón y comenzó a dejar
entrever síntomas de volver a abrirlo. Claro está, que Amador no se daba
cuenta, pues las hadas son muy celosas con sus propios secretos.
Y
así, la vida en palacio proseguía con total monotonía.
Amador
iba a visitar a su prima a su alcoba, donde ella, con mirada ausente, le abría
su corazón y confesaba sus deseos de salir al exterior. Él, disgustado por la
promesa que le había hecho a su madre, siempre le aconsejaba que se olvidara de
ella y que obrara según su conciencia. Y a punto estuvo de convencerla, hasta
que, una trágica tarde para la princesa, Amador se cansó de esperar ver
florecer el amor de su hada.
Soledad
lo notaba ausente. Impaciente. Enamorado. Causa de ello, los celos y la ira se
apoderaron de ella. Tal vez si le hacía caso… si lograba salir del castillo… si
conseguía ser ella misma… Su primo olvidaría a aquella ninfa y lograría que el
amor entre los dos floreciera fuerte y vivo.
Pero,
aunque le mostrara claros síntomas de que deseaba obrar rectamente, Amador ya
no fue capaz de prestarle atención. Debía decirle lo que sentía a Esperanza. Si
no, su corazón, inflamado, estallaría y jamás podría volver a ser el mismo. Se encerró en su dormitorio y, con pluma en
mano, le dedicó a su amada un texto hermoso y henchido de fogosa verdad:
Bella dama, alma engañada por
falsos suspiros. Tú me destruyes al entregar tu cuerpo a una vida de mentirosa
pasión.
¿Quién eres tú, si no la más dulce
prisión que mis sentidos han tenido? ¿Quién si no, alma perdida, puede dar
cobijo a mi espíritu malherido?
A tus ojos, plenos de tristeza y
llanto, quisiera pedirles tu amor. Dime tú, amada alegría, si no brillas con la
intensidad con la que late mi corazón.
Canta un rechazo, un velado
desprecio, o un insulto frustrado, amada dama de inigualable primor, pues sé
que en ellos se esconde la verdad que intentas evitar… ese amor prohibido que
siempre otorgarme temerás.
Si así son tus hondos sentimientos,
diosa de mi vida, universo mío, reúnete conmigo lejos de este palacio, a la
orilla del lago, a las doce de la próxima noche en la que la luna llena se
yerga, majestuosa, en el oscuro cielo. Juntos huiremos, sin nada que nos
detenga, y seremos libres al fin. Jamás darán con nosotros, pues nuestro amor
es tan grande que eclipsará su vista y los alejará por siempre de allí.
Y si acaso no te viera, debo
comprender que no profesas por mí el mismo amor que yo por ti, por lo que me
retiraría y nunca más volverías a tener que estar en mi presencia. Contraería
matrimonio con Soledad, como así debió ser hace tiempo, y seguiré mi reinado y
el de mi estirpe hasta que las estrellas caigan del cielo.
Pero sabes que así de ningún modo
podría llegar a ser feliz.
Tuyo, el Rey Amador de Todo lo
Posible.
Amador
encerró sus sentimientos en un sobre, y le pidió a Soledad que se los diera a
Esperanza cuando fuera a prepararle el baño, gran temeridad por su parte, pues
Soledad, presa de la curiosidad, leyó la carta.
La
princesa no supo qué hacer. Cuando tenía algún problema, su madre siempre
estaba dispuesta a ofrecerle consejo… pero ya no estaba.
Entonces
recordó su vida. Lo que había aprendido. Todo lo que su madre le había otorgado
con la palabra o el ejemplo, y se dio cuenta de que, por mucho que lo
intentara, jamás podría hacer feliz a Amador. Él ansiaba salir… conocer mundo.
Y ella nunca conocería más lugar que su cárcel de cristal. ¿Por qué había hecho
caso a su madre? Tal vez creía hacer lo correcto cuando le enseñaba aquellas
cosas, pero… ¿y si realmente estaba protegiéndola demasiado? ¿Y si había algo
más? ¿Tal vez su propia conciencia?
Soledad
maldijo en voz baja el instante en el que había jurado permanecer encerrada en
el castillo. En aquel momento, sólo pensó en él. En Amador. ¿O fue en sí misma?
Ahora,
mirando tristemente el sol ponerse, se dice que ojalá no hubiese pensado en sí
misma en aquel instante… pues todo había cambiado a mal.
Soledad
jamás le entregó la carta a Esperanza, por lo que Amador no encontró a nadie en
el claro. El rey, desesperado, aguardó
toda la noche a su amada Esperanza sin descanso, hasta que, presa de la locura,
gritó su nombre al cielo y dio tales traspiés que, finalmente, resbaló con tan
mala fortuna de caer en aquellas aguas heladas del lago, en el que ahogó por
fin sus penas… y su vida.
Al
amanecer, Esperanza, al entrar en el cuarto de Soledad, halló la carta de
Amador. Lívida y aterrada, corrió en busca de aquel muchacho de piel pálida y
cabellos rojizos al que había logrado, tras tiempo y paciencia, amar. Y no creáis
que ese amor no pueda ser verdadero. Vaya si lo amaba. Lo amaba más, incluso,
que a su propia vida. Por ello, cuando llegó al lago y vio su cadáver flotando
en la superficie, no pudo contenerse y, arrojándose, desesperada, al cuerpo del
rey, gritó tan alto que hasta Soledad, en su castillo, logró oír su vocerío:
-¡Avariciosa! ¡Pérfida niña de cabellos
de tizón! ¡Por codicia y cobardía has matado a tu verdadero amor! ¿Podrás vivir
ahora que no lo tienes cerca? ¿Acaso los hechos no corroen tu conciencia?
Descontenta con lo que te daba, has preferido dejarlo marchar a que fuera
feliz… eso no es amor, ¡es posesividad! Jamás, Soledad, a ser feliz volverás.
Tu nombre acompaña a tu vida… ¡estás sola y siempre lo estarás! Maldita naciste
y maldita morirás.
Llorando,
desconsolada, y un tanto temblorosa, acarició las mejillas frías del rey Amador
y depositó un beso de despedida en sus labios.
-Vida cruel, que te has llevado a
mis dos amores. ¡Te insulto y te maldigo, y me honro a mí misma al despojarme
de tu abrazo! ¿A caso se puede vivir sin corazón? ¡Yo ya no lo tengo! Lo perdí
y, cuando lo recuperé, lo raptaron de nuevo. Y ahora sí que nada ni nadie me lo
devolverá.
Depositó
el cuerpo de Amador en la hierba y, con extrema delicadeza, dejó caer sus alas y se desplomó allí, sobre aquella tierra
húmeda, esperando a consumirse mientras abrazaba al cadáver del hombre al que
más había amado en la vida… y al cual jamás podría decir lo que verdaderamente
sentía.
Y
entonces el alba se alzó, y los cadáveres se redujeron a un polvo dorado que el
viento transportó hacia el sol, convirtiéndolos así en eternos espectadores de
la Historia.
Tras
recordar estos momentos, Soledad se levanta de su asiento y se dirige al
cristal que hace las veces de pared. Fuera, el sol ya se ha ocultado, y con él,
el letargo de una princesa envuelta en sedas y algodones.
Por
no ser ella… por dejarse llevar por otros, ha perdido lo que más ama. Ahora
hará algo de lo que, intuye, no se arrepentirá.
Su
respiración es agitada. Sus enormes ojos castaños se cierran, y su mente se
prepara para lo que pretende hacer. Entonces, comienza a acercarse al cristal,
cada vez más y más rápido, hasta que choca con él y la falsedad vivida da paso
a la realidad.
Su
conciencia se desata en el momento en el que cae de rodillas sobre las losas
del patio. A una persona corriente debería dolerle las heridas, aquellos cortes
hondos causados por ese cristal, su cárcel.
Tampoco
siente miedo hacia lo que, intuye, se aproxima. La muerte. Su fin. Sabe que ese
ideal que persigue es tan grande que todo sacrificio es poco con tal de
experimentar, por una vez en su vida, que al fin es ella, y morirá siéndolo.
Es,
incluso, feliz. A fin de cuentas, ha recuperado la corona de su vida.
Ahora
ya es libre.
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