miércoles, 15 de junio de 2016

LA PRINCESA SOLEDAD

Lejos, muy lejos de todo aquello que conocemos y creemos real… más allá de las fronteras de la cordura y la sensatez humana, existen un reino mágico y su particular castillo de cristal.


El castillo es impenetrable, y tan sólo está habitado por la princesa Soledad y su séquito de hadas personal. Ella nunca sale de él. No se atreve a traspasar su umbral. 


Ahora, con sus largos cabellos castaños cayendo, ondeantes, sobre sus hombros, está sentada en un sillón granate y acolchado mirando el atardecer a través de los muros de su alcoba. Recuerda una promesa. Un juramento que le hizo a su madre a escasos momentos de que ella tomara el tren al reino del Creador.

“Soledad, bendita mía, debes entender, que a pesar de lo que el mundo ofrece, tiene mucho que esconder. ¿A caso sabes tú, mi dulce alma, las farsas y falacias con las que corrompe a los hombres? ¿Quién mejor que tu madre puede advertirte de lo que en verdad esconde? Princesita, dejo encargo a las hadas para que te protejan en mi ausencia, mas debes ser valiente y hacerme una promesa: di que no partirás hacia otras tierras, y estarás aquí, lejos del mundo, para que el mal no te someta. Jura que serás feliz entre estos cristales, y haz caso a tus madrinas afables. Ahora debo irme, mi niña, me espera la creación: todo cuanto vemos desde el alba hasta que se pone el sol. Volveremos a vernos, y volveré a estrecharte en mis brazos. Y me despido ya, diciéndote cuanto te amo.”

Soledad le juró que así lo haría, y tan pronto como sus palabras brotaron de esos labios rojos como la sangre, su madre, la reina, murió.

Ya no le quedaba nada. Tan sólo su primo Amador, quien aquella misma tarde sería investido rey de las Tierras de Todo lo Posible. Como único consuelo, se le presentaba la jugosa idea de despertar en él ese sentimiento que ansiaba saborear sobre todas las cosas: el amor. ¿Cómo no haberlo deseado? Era todo a cuanto podía aspirar. Y así, con este intachable anhelo, esperó y esperó largos años a que el rey se fijara en ella.

No es que él no la quisiera, pues la muchacha era afable y cordial y, ante todo, era su amada prima. Sin embargo, por mucho que lo intentara, ella nunca conseguía infundirle la fogosidad de aquello a lo que las gentes denominaban amor.

Lo cierto era que suspiraba por otra muchacha: una de las hadas sirvientas del castillo, preciosa, inteligente y misteriosa. Pero nunca creyó que alguien como ella pudiera fijarse en él, tan vulgar de aspecto, tan poco querido por sí mismo. Por ello, Amador siempre estaba triste… y tan melancólico y ausente como Soledad. Él se apoyaba en ella, y ella en el cariño que él le profesaba, pues pensaba que, tal vez, eso fuese mejor que nada.

A veces, cuando Soledad no lo necesitaba, se reunía con ella, Esperanza, y conversaban honda y profundamente. Un día de tantos, Esperanza le confesó que había estado comprometida con un hombre mortal, pero cuando llegó a oídos de las demás hadas, presas de la envidia, engañaron a aquel muchacho para que la abandonara y, así, su corazón se rompió en mil esquirlas.

Poco a poco, Esperanza fue olvidando al dueño de su corazón y comenzó a dejar entrever síntomas de volver a abrirlo. Claro está, que Amador no se daba cuenta, pues las hadas son muy celosas con sus propios secretos.

Y así, la vida en palacio proseguía con total monotonía.

Amador iba a visitar a su prima a su alcoba, donde ella, con mirada ausente, le abría su corazón y confesaba sus deseos de salir al exterior. Él, disgustado por la promesa que le había hecho a su madre, siempre le aconsejaba que se olvidara de ella y que obrara según su conciencia. Y a punto estuvo de convencerla, hasta que, una trágica tarde para la princesa, Amador se cansó de esperar ver florecer el amor de su hada.

Soledad lo notaba ausente. Impaciente. Enamorado. Causa de ello, los celos y la ira se apoderaron de ella. Tal vez si le hacía caso… si lograba salir del castillo… si conseguía ser ella misma… Su primo olvidaría a aquella ninfa y lograría que el amor entre los dos floreciera fuerte y vivo.

Pero, aunque le mostrara claros síntomas de que deseaba obrar rectamente, Amador ya no fue capaz de prestarle atención. Debía decirle lo que sentía a Esperanza. Si no, su corazón, inflamado, estallaría y jamás podría volver a ser el mismo.  Se encerró en su dormitorio y, con pluma en mano, le dedicó a su amada un texto hermoso y henchido de fogosa verdad:

Bella dama, alma engañada por falsos suspiros. Tú me destruyes al entregar tu cuerpo a una vida de mentirosa pasión.

¿Quién eres tú, si no la más dulce prisión que mis sentidos han tenido? ¿Quién si no, alma perdida, puede dar cobijo a mi espíritu malherido?

A tus ojos, plenos de tristeza y llanto, quisiera pedirles tu amor. Dime tú, amada alegría, si no brillas con la intensidad con la que late mi corazón.

Canta un rechazo, un velado desprecio, o un insulto frustrado, amada dama de inigualable primor, pues sé que en ellos se esconde la verdad que intentas evitar… ese amor prohibido que siempre otorgarme temerás.

Si así son tus hondos sentimientos, diosa de mi vida, universo mío, reúnete conmigo lejos de este palacio, a la orilla del lago, a las doce de la próxima noche en la que la luna llena se yerga, majestuosa, en el oscuro cielo. Juntos huiremos, sin nada que nos detenga, y seremos libres al fin. Jamás darán con nosotros, pues nuestro amor es tan grande que eclipsará su vista y los alejará por siempre de allí.

Y si acaso no te viera, debo comprender que no profesas por mí el mismo amor que yo por ti, por lo que me retiraría y nunca más volverías a tener que estar en mi presencia. Contraería matrimonio con Soledad, como así debió ser hace tiempo, y seguiré mi reinado y el de mi estirpe hasta que las estrellas caigan del cielo.

Pero sabes que así de ningún modo podría llegar a ser feliz.

Tuyo, el Rey Amador de Todo lo Posible.

Amador encerró sus sentimientos en un sobre, y le pidió a Soledad que se los diera a Esperanza cuando fuera a prepararle el baño, gran temeridad por su parte, pues Soledad, presa de la curiosidad, leyó la carta.

La princesa no supo qué hacer. Cuando tenía algún problema, su madre siempre estaba dispuesta a ofrecerle consejo… pero ya no estaba.

Entonces recordó su vida. Lo que había aprendido. Todo lo que su madre le había otorgado con la palabra o el ejemplo, y se dio cuenta de que, por mucho que lo intentara, jamás podría hacer feliz a Amador. Él ansiaba salir… conocer mundo. Y ella nunca conocería más lugar que su cárcel de cristal. ¿Por qué había hecho caso a su madre? Tal vez creía hacer lo correcto cuando le enseñaba aquellas cosas, pero… ¿y si realmente estaba protegiéndola demasiado? ¿Y si había algo más? ¿Tal vez su propia conciencia?

Soledad maldijo en voz baja el instante en el que había jurado permanecer encerrada en el castillo. En aquel momento, sólo pensó en él. En Amador. ¿O fue en sí misma?

Ahora, mirando tristemente el sol ponerse, se dice que ojalá no hubiese pensado en sí misma en aquel instante… pues todo había cambiado a mal.

Soledad jamás le entregó la carta a Esperanza, por lo que Amador no encontró a nadie en el claro. El rey, desesperado,  aguardó toda la noche a su amada Esperanza sin descanso, hasta que, presa de la locura, gritó su nombre al cielo y dio tales traspiés que, finalmente, resbaló con tan mala fortuna de caer en aquellas aguas heladas del lago, en el que ahogó por fin sus penas… y su vida.

Al amanecer, Esperanza, al entrar en el cuarto de Soledad, halló la carta de Amador. Lívida y aterrada, corrió en busca de aquel muchacho de piel pálida y cabellos rojizos al que había logrado, tras tiempo y paciencia, amar. Y no creáis que ese amor no pueda ser verdadero. Vaya si lo amaba. Lo amaba más, incluso, que a su propia vida. Por ello, cuando llegó al lago y vio su cadáver flotando en la superficie, no pudo contenerse y, arrojándose, desesperada, al cuerpo del rey, gritó tan alto que hasta Soledad, en su castillo, logró oír su vocerío:

-¡Avariciosa! ¡Pérfida niña de cabellos de tizón! ¡Por codicia y cobardía has matado a tu verdadero amor! ¿Podrás vivir ahora que no lo tienes cerca? ¿Acaso los hechos no corroen tu conciencia? Descontenta con lo que te daba, has preferido dejarlo marchar a que fuera feliz… eso no es amor, ¡es posesividad! Jamás, Soledad, a ser feliz volverás. Tu nombre acompaña a tu vida… ¡estás sola y siempre lo estarás! Maldita naciste y maldita morirás.

Llorando, desconsolada, y un tanto temblorosa, acarició las mejillas frías del rey Amador y depositó un beso de despedida en sus labios.

-Vida cruel, que te has llevado a mis dos amores. ¡Te insulto y te maldigo, y me honro a mí misma al despojarme de tu abrazo! ¿A caso se puede vivir sin corazón? ¡Yo ya no lo tengo! Lo perdí y, cuando lo recuperé, lo raptaron de nuevo. Y ahora sí que nada ni nadie me lo devolverá.

Depositó el cuerpo de Amador en la hierba y, con extrema delicadeza, dejó caer sus alas y  se desplomó allí, sobre aquella tierra húmeda, esperando a consumirse mientras abrazaba al cadáver del hombre al que más había amado en la vida… y al cual jamás podría decir lo que verdaderamente sentía.

Y entonces el alba se alzó, y los cadáveres se redujeron a un polvo dorado que el viento transportó hacia el sol, convirtiéndolos así en eternos espectadores de la Historia.


Tras recordar estos momentos, Soledad se levanta de su asiento y se dirige al cristal que hace las veces de pared. Fuera, el sol ya se ha ocultado, y con él, el letargo de una princesa envuelta en sedas y algodones.

Por no ser ella… por dejarse llevar por otros, ha perdido lo que más ama. Ahora hará algo de lo que, intuye, no se arrepentirá.

Su respiración es agitada. Sus enormes ojos castaños se cierran, y su mente se prepara para lo que pretende hacer. Entonces, comienza a acercarse al cristal, cada vez más y más rápido, hasta que choca con él y la falsedad vivida da paso a la realidad.

Su conciencia se desata en el momento en el que cae de rodillas sobre las losas del patio. A una persona corriente debería dolerle las heridas, aquellos cortes hondos causados por ese cristal, su cárcel.

Tampoco siente miedo hacia lo que, intuye, se aproxima. La muerte. Su fin. Sabe que ese ideal que persigue es tan grande que todo sacrificio es poco con tal de experimentar, por una vez en su vida, que al fin es ella, y morirá siéndolo.

Es, incluso, feliz. A fin de cuentas, ha recuperado la corona de su vida.

Ahora ya es libre.

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